
¿Sabes esa sensación de sentirte diminuto, pero a la vez completamente protegido por la naturaleza? En Canarias pasa a menudo, pero El Hierro es especialista en eso. Hay un lugar en concreto, en el sureste, que lo lleva a otro nivel. Te voy a contar el secreto de Las Playas, un rincón que nació de una herida gigante en la isla y que hoy es pura calma.
Cuando oyes “Las Playas”, seguro que te imaginas arena dorada y sombrillas. Pues olvídate. Aquí el nombre engaña un poco, como a veces pasa en nuestras islas. Lo que te encuentras es un valle inmenso, semicircular, como si un gigante le hubiera dado un mordisco a la isla. Son casi diez kilómetros de acantilados que se levantan más de mil metros y te rodean, creando una especie de anfiteatro natural que mira directamente al Atlántico.
La primera vez que bajas por esa carretera de curvas, sientes que estás entrando en otro mundo. El ruido desaparece, el aire cambia y solo queda el sonido constante del mar golpeando los callaos, esas piedras negras y redondas que forman la orilla. No es un sitio para tumbarse a tomar el sol, es un lugar para caminar, para sentarse en una de esas piedras y dejar que el ritmo de las olas te ordene las ideas. Los de aquí no venimos a broncearnos, venimos a escuchar.
Dentro de este valle, el tiempo parece detenerse. A tu espalda, la pared inmensa de la montaña. Delante, el océano abierto y la silueta inconfundible del Roque de Bonanza, que parece un guardián de piedra puesto ahí a propósito. Es un lugar que impone respeto y, al mismo tiempo, transmite una paz tremenda.
Justo ahí, plantado en el mar, tienes el Roque de Bonanza. Más que una roca, es el símbolo de la isla. Como pescador aficionado, te digo que es una referencia que siempre buscamos desde el agua. Dependiendo de la luz y de cómo pegue el mar, parece que cambia de forma. Es de esos lugares que te quedas mirando sin más, hipnotizado.
Y a los pies de este espectáculo está el Parador de El Hierro. Es uno de los pocos edificios en todo el valle. Aunque no te alojes allí, te aconsejo que te acerques a tomar un café. Sentarte en su terraza, con el roque enfrente y el sonido del mar de fondo, es uno de esos pequeños lujos que no se pagan con dinero. Te da la perspectiva perfecta de la tranquilidad que se respira en este rincón.
Siendo sincero, es más para pasear, meditar y sentir la fuerza del lugar que para tumbarse. La orilla es de callaos grandes, no de arena. El baño es para gente con experiencia y siempre con mucha cabeza; el mar aquí es poderoso y no hay vigilancia.
Lo más práctico es tener un coche de alquiler. La carretera que baja desde la zona de Isora es una preciosidad en sí misma. Hay servicio de guagua (autobús), pero te da mucha menos libertad para moverte a tu ritmo y parar en los miradores.
Dentro del valle mismo, la opción principal es el restaurante del Parador Nacional. Si buscas algo más local, tendrás que coger el coche y subir hacia pueblos como San Andrés o la capital, Valverde. Mi consejo de amigo: llévate un bocadillo de queso herreño y agua, y busca una piedra cómoda. No hay mejor restaurante que ese.
El Mirador de Isora te da la vista más completa y famosa de la “dentellada”. Es una parada obligatoria. Saca la foto, respira hondo y luego baja a sentirlo desde dentro. El cambio de perspectiva es lo que hace la experiencia tan especial.
¡Totalmente! El Parador es solo un vecino afortunado. La verdadera protagonista aquí es la naturaleza salvaje de El Hierro. Dedícale una mañana o una tarde entera sin prisas. Es uno de esos lugares que se te quedan grabados y te ayudan a entender por qué esta isla es diferente a todas las demás.
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